Durante
la mayor parte del siglo pasado, nuestra comprensión
de las causas de la obesidad se ha basado en las leyes físicas
inmutables.
En
concreto, en la primera ley de la termodinámica, que
dicta que la energía ni se crea ni se destruye.
Cuando
se trata de peso corporal, esto significa que la ingesta de
calorías menos el gasto de calorías es igual a
las calorías almacenadas.
Rodeados
de tentadores y sabrosos alimentos, comemos en exceso, consumimos
más calorías de las que podemos quemar, y el exceso
se deposita en forma de grasa. En teoría la solución
más sencilla es ejercer la fuerza de voluntad y comer
menos.
El
problema es que este consejo no funciona, al menos no para la
mayoría de las personas, a largo plazo. En otras palabras,
si usted al empezar un año se propone perder peso,
probablemente se olvidará de ello para la primavera,
sin preocuparle de como se verá en traje de baño
en julio.
Más
gente que nunca somos obesos, a pesar del incesante enfoque
en el equilibrio de calorías por parte de gobiernos,
organizaciones de nutrición y de la industria alimentaria.
¿Pero
qué sucede si hemos confundido la causa y con el efecto?
¿Y si no es comer en exceso lo que nos hace engordar,
sino el proceso de engordar es lo que nos hace comer en exceso?
Cuantas más calorías quedan encerradas en el tejido
graso, menos están circulando en el torrente sanguíneo
para satisfacer las necesidades del cuerpo. Si lo miramos de
esta manera, es un problema de distribución: Tenemos
una gran cantidad de calorías, pero están en el
lugar equivocado. Como resultado, el cuerpo necesita aumentar
su ingesta. Tenemos más hambre porque estamos cada
vez más gordos.
Es como el edema, una condición médica común
en la cual existen fugas de líquido de los vasos sanguíneos
a los tejidos circundantes. No importa la cantidad de agua
que beban, las personas con edema pueden experimentar sed insaciable
porque el líquido no se queda en la sangre, donde
más se necesita.
Del
mismo modo, cuando las células de grasa absorben demasiado
combustible, las calorías de los alimentos promueven
el crecimiento de tejido graso en lugar de servir a las necesidades
de energía del cuerpo, lo que provoca comer en exceso
en todas las personas menos en las más disciplinadas.
Los doctores David S. Ludwig y Mark I. Friedman discuten esta
hipótesis en un artículo recién publicado,
el pasado 16 de Mayo, en JAMA, la revista de la Asociación
Médica Americana.
De
acuerdo con este punto de vista alternativo, factores del
medio ambiente han provocado que las células de grasa
en nuestros cuerpos cojan y almacenen cantidades excesivas de
glucosa y otros compuestos ricos en calorías.
Debido
a ello hay un menor número de calorías disponibles
dando combustible al metabolismo, por lo cual el cerebro le
dice al cuerpo que aumente la ingesta de calorías (sentimos
hambre) y ahorre energía (nuestro metabolismo se ralentiza).
La gordura es inevitable.
Comer más resuelve este problema temporalmente, pero
también acelera el aumento de peso. Reducir las calorías
invierte el aumento de peso durante un corto tiempo, haciéndonos
pensar que tenemos el control de nuestro peso corporal, pero
incrementa previsiblemente el hambre y ralentiza el metabolismo
aún más.
Si
esta hipótesis resulta ser correcta, tendrá consecuencias
inmediatas para la salud pública. Esto explicaría
por que los decenios centrados en la restricción calórica
fueron destinados al fracaso en la mayoría de las personas.
La
información sobre el contenido de calorías seguiría
siendo relevante, pero no como una estrategia para bajar de
peso, sino para ayudar a las personas a evitar comer demasiados
alimentos procesados altamente cargados con carbohidratos rápidamente
digeribles.
El
tratamiento de la obesidad más apropiado se centraría
en la calidad de las calorías en lugar de en la cantidad.
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